LAS COLINAS DEL PARAISO
Para José Antonio Muñoz Rojas
La casa estaba en un pequeño
pueblecito del Aljarafe. Entonces los pueblos del Aljarafe no eran ciudades
dormitorio, sino lugares con vida propia. Allí pasé los veranos de mi niñez y
algunos de mi pubertad. Desde tiempos antiquísimos, mucho antes de las
invasiones árabes, el Aljarafe ha sido granero y bodega de Sevilla. Allí, en aquel
pueblecito a 10 o 15 km de la ciudad, vivían aun muchas personas -casi todos de
avanzada edad- que presumían de no haber tenido que pisar Sevilla en sus 60,
70,80 años de vida. Algunos de ellos hicieron el servicio militar en África o
Cuba. Pero no habían pisado Sevilla.
Donde hoy existen urbanizaciones
de veraneantes estaban antes los olivares y las viñas. Desde mi balcón se veía
un sosegado mar de olivos. La brisa del verano agitaba a veces con suavidad sus
ramas. Junto a la casa, un pozo y una alberca. La rodeaba un jardín. El pozo
daba un agua fina y fresca. Tan fina que mucha gente del pueblo le atribuía
virtudes medicinales, y pedía permiso para sacar algunos cubos y llevárselos a
sus casas. Y que bendición en el estío sevillano la alberca. Quizá nunca he jugado
yo en mi niñez con más entusiasmo que allí. La alberca estaba en el jardín.
Luego, la huerta. En el jardín hubo altas palmeras, un añoso nogal,
buganvilias, jazmines, damas de noche… En la huerta higueras y tomateras, y
también algunos otros cultivos que cambiaban con los años. Es posible que
imprima carácter, como ciertos sacramentos, el haber pasado parte de la niñez y
de la pubertad bajo la sombra del olivo, de un nogal, de una higuera. También
el haber podido comer con asiduidad de sus frutos con sólo tener que alargar la
mano. Quizá en el carácter quede también impreso el haber aspirado en los
primeros años el menudo y penetrante perfume de jazmín y el aroma de la dama de
noche, cárdeno y denso como el color de las buganvilias.
Pero, ¿estoy hablando de un
pueblecito del Aljarafe? ¿O estoy hablando del paraíso? Ahora que lo pienso, creo que estoy hablando
de las dos cosas a la vez. Sevilla, la Sevilla de mi niñez, aquella ciudad
anchurosa y campesina ya fuera del mapa y del calendario, configuró mi imago mundi. El pueblecito del Aljarafe
configuró mi imagen del paraíso. Yo de aquel pueblecito tengo muchas,
muchísimas cosas que contar. Sería el cuento de empezar y nunca acabar. Pero,
sin quererlo, me he detenido en el jardín, un jardín en el que el agua clara,
fina y limpia era su alma. El agua del pozo servía de refresco gozoso en la
alberca y luego regaba el jardín y se expandía entre la huerta por las
acequias. “Ah, las palmeras. No se puede ser desdichado bajo la sombra de las
palmeras”, escribió Gautier, autor de un memorable Viaje a Oriente. El Aljarafe es un nombre de estirpe árabe. Para el
Islam el jardín es un paraíso. O, para decirlo con mayor exactitud, el paraíso
es un jardín. Es cierto que en el paraíso del Islam ha de haber música regalada
y huríes. Pero también resulta igualmente cierto que en la infancia uno no echa
demasiado en falta las huríes, y yo tenía como regalada música el trino de los
pájaros durante el día y, a la caída de la noche, la liturgia insistente y
monocorde del grillo.
Acaba de descender el verano de
su purpúreo escaño, y por eso vienen a mi memoria recuerdos, imágenes y
sensaciones de muchos veranos que para mi ya son el verano. El tiempo se
desliza a veces lento, a veces rápido. “Que lentas las horas, / que rápido el tiempo./
Cuando pasen las horas despacio / será el niño un viejo”. Han venido a mi
pluma, sin darme cuenta, estos versos de un poeta Mediterráneo. Pero no hay que
ceder a la fácil nostalgia, y menos si esta es un poquitín en demasía triste.
Porque, ¿que ganamos con ello? Así pues, contaré que, al lado de casa, había
una fábrica de barriles. Una tonelería. Yo tendría siete, ocho años, y era
amigo de los toneleros. La madera se aserraba y cortaba en listones. Podía allí
entrar y salir a mi antojo. Como me gustaba el olor de la madera recién
cortada. Para alabear la madera se sumergía en una cuba de agua y así después
se le daba la forma curva que exigen las barricas, abrazando los listones con
los aros metálicos y secándolos al calor del fuego. En conjunción, agua, fuego
y madera recién cortada despiden un dolor intenso y sensual. Los toneleros me
hacían con sus útiles de carpintería magníficas espadas de madera con las que,
saltando por entre los olivos, emulaba luego al Capitán Trueno. Alrededor de la
tonelería se formaban ondulantes colinas de serrín, altas y de pendiente suave.
Más divertido aún que montarse en el más excitante cacharrito de feria resulta
el juego que me permitían los Toneleros. Consistía este en meterme yo, hecho un
ovillo, en un barril sin tapa, ni fondo, deslizarme rodando dentro de desde lo
alto de la colina. El barril iba cogiendo cada vez más velocidad. Qué vértigo.
Una niña delgaducha y pecosa del pueblo miraba mi juego con envidia. Con
generosidad, la dejé desde entonces entrar conmigo en el barril. Risas y
sofocos, y el juego todavía más excitante. Las huríes, si no en mi jardín,
estaban ya a su lado, en las suaves colinas del Paraíso.
Fernando Ortiz
siempre bien lo escrito ,Fernando.y la niñez perdida lo mejora.
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